Cuento ambiental #3

Cuento ambiental #3

El retorno

-¿Última voluntad?, dijo el juez. Era más un mandato que una pregunta.

-Quiero un árbol. Contesté.

Todos se partieron de la risa.

Eso fue ayer, en la tarde; hoy no me importa. Hoy tengo lo que quería. Miren lo bonito que está el cielo, nunca van a poder encontrar un cielo así en esa cuidad de donde ustedes vienen. Que el nudo esté bien apretado para que pueda aguantarme con todo el peso de estos recuerdos que llegan cuando miro la casa.

Yo me sentaba en este sitio a mirar la casa todas las tardes después de trabajar, con el perro y a veces con los niños, cuando eran pequeños. La casa ha cambiado tanto…La última vez que la vi fue antes de la guerra. Aquí estaba yo, debajo de este árbol viendo caer el sol después de haber trabajado todo el día en la plantación. Llegaron los carros, solicitaban a todos los hombres con experiencia militar para que volvieran y defendieran otra vez su patria. La patria se fue al carajo en cosa de unos meses. Cuando volví al pueblo, estaba encadenado y enfermo y me iban a condenar a muerte. Yo por eso les dije que quería un árbol. Para eso ya habían pasado todo por el cañón de las ametralladoras y por los tribunales, habían matado a mi mujer y habían hecho que mis hijos se murieran peleando contra los rezagados que se resistían en los campos, eso me lo contó un paisano, que trabaja en el juzgado.

Cuando ellos se partieron de la risa, yo no dije nada. Me condenaron a ser fusilado en unos días y tampoco dije nada. De todas formas cometieron un error al ponerme tras las rejas de mi propio pueblo, porque aquí conocemos las gritas de las paredes como si fueran las caras de los vecinos. Yo me escapé, pero eso fue ayer en la noche y ya no me importa.

Lo que me importa es ese sol que viene de atrás de la montaña y golpea la casa por detrás, el cielo anaranjado. Las cercas están destruidas y las paredes tienen agujeros, no quedan mis animales y las botas de la marcha destruyeron mis cultivos. Hay un trapo colgado en el alambre de la ropa, el que usábamos para limpiar en casa, que está tostado de haber pasado tanto tiempo al sol y al agua y que ondea con dificultad ante los vientos más fuertes. Allá está el río, con la calma suficiente hasta que se escucha cómo corre el agua. Por allá el camino. El perro tampoco lo he visto por ninguna parte. Solo dos soldados fumando afuera, sentados en las sillas de mi comedor.

 

Cierro los ojos y salto, el nudo aguante todo, la cuerda aguanta todo. Lo último que quiero ver es mi casa. Ahora sí se escucha el río. Que cuando me encuentren también se partan de risa; ya tengo mi árbol, el último pariente que me queda, y me pienso morir en sus brazos.

Autor: María Valentina Callejas Echavarría 

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